El silencio pesaba como el plomo.
No había más ruidos que los indispensables; no había música en el aire; no
había vestigios de niños, con sus llantos y risas; no cantábamos a la vida; no
silbábamos una canción, ni tatareábamos una ilusión. Tan sólo respirábamos el
aire necesario; bebíamos los líquidos precisos y mirábamos casi impasibles el
paisaje de la vida, sin vivirla, con la inercia que el pasado nos lleva
lentamente hacia delante, pero agotando rápidamente el futuro, al ritmo del
imparable tic tac.
Pero de pronto llegó la vida, con
sus maletas, sus bultos, su ropa sucia, sus ruidos y su trajinar. Un hijo,
había venido a casa, trayendo con él sus 22 años y ofreciendo la proyección de
sus metas inmediatas y las de corto plazo en parte, pues las otras, las de más
allá de un año, están muy lejos en su meta.
Aún semidormido tras reparar en
parte el sueño atrasado de un largo viaje; aún cansado tras recorrer 1000 km en
un día, para soltar sabiduría, experiencias y abrir ventanas a jóvenes
profesionales que reclaman un sitio en la historia del futuro, me vi arrastrado
por mi hijo a su momento presente.
Casi sin apercibirme de ello, me
vi en los alrededores de casa, con zapatillas y el viejo chándal que acaricia
mi piel en invierno aunque estemos en otoño. Y me vi sosteniendo una inmensa
cometa, lanzándola al aire; a la libertad de la vida; a la imprevisibilidad de
los vientos y a la variable potencia de la Naturaleza. Y una inmensa superficie
de amarilla vela con trazos negros, se alzó imponente en el horizonte en busca
de vientos cambiantes, para mecerse al son de los caprichos y al son de la
vida.
Dos caballos que habían dejado de
pastar y miraban curiosos nuestros afanes de vuelo, resoplaron primero y huyeron
despavoridos después, cuando una gigante avispa pasó cerca de sus belfos, que
hollaban los aromas del viento intentando saber lo que estaba pasando.
La avispa dibujaba cabriolas en
el aire, se encabritaba como un caballo salvaje, se dejaba caer y remontaba
alegre y potente, cuando Eolo soplaba nuevamente su amarilla superficie. Era un
canto a la vida; un baile sin partitura; un capricho fugaz, imprevisto, alegre
y divertido.
A veces, la potencia del viento
insuflaba tanto el velamen, que mi hijo era arrastrado a grandes saltos,
mientras volaba como una marioneta de la madre Naturaleza. Y pensé que la
emoción de este vuelo en tierra, podría incitar a otros vuelos de parapente,
yendo la aventura a mayores y los peligros también. Pero no quise ir por ese
camino de miedo, refugiándome en el recuerdo de mi niñez.
Eran los 60 del pasado siglo; pelotas
de trapo; canicas de barro primero, de china después; cariocas caseras que se
enredaban en los cables y en las ramas de los árboles; tirachinas casero;
cerbatanas gamberras; tablas con ruedas de cojinetes y como no, pequeñas
cometas de papel con armazón de cañas y una cola de “guita” adornada con
pajaritas de papel. Cometas que casi nunca volaban, se enredaban en sus propios
hilos, se rasgaban al viento y cuando triunfaban tras largas y agotadoras
carreras, rompían sus leves cadenas de hilo y tras rotas piruetas, caían
muertas para siempre, estrellando mis ilusiones de niño.
Medio siglo después, miraba los
vuelos de antaño, pero con los brazos, con los músculos, con la fuerza, con la
ilusión de mi hijo menor, quien con los nuevos materiales, lanzaba sus
ilusiones al viento, y con ellas las mías que reposaban en mi niño dormido. Y
el viento racheaba sobre mis convexos abdominales, ombligo al aire, marcando
tableta de chocolate, como mi hijo, con la diferencia de ser la mía de
reblandecido cacao fundido luciendo los colesteroles masticados por los años de
la vida.
Y recogimos la cometa. Y
volvieron los caballos. Y volvimos a casa. Y mis pulmones sentían el oxígeno. Y
mis ilusiones volvieron sabe Dios por cuanto tiempo. Y quise oír música, de la
que me ponían en el internado los días festivos encendiendo mi alma juvenil. Y
mi cuerpo estremecido por los vientos de otoño se reconfortó con el calor de la
primera chimenea del año. Y mi alma se alegró, porque nuevamente sentía,
disfrutaba los olores, los sabores, los tactos y los colores de la vida.
Y mientras doy rienda suelta a
mis sentimientos; mientras disfruto el momento, me acuerdo de lo que aprendí de
un tuareg en el desierto del Sahara. El agua es un bien preciado y escaso que
marca la diferencia entre la vida y la muerte; hay que saber administrarla; hay
que beberla a pequeños sorbos, para no perderla por el sudor de la piel; hay
que dilatarla en el tiempo, porque nunca se sabe cuando se encontrará otra
fuente de vida en forma de agua.
Y pienso que este hálito de
ilusiones que ha traído mi hijo, es agua de vida, que me apetece beber
insaciablemente, pero que mejor debiera hacerlo sorbo a sorbo, para dilatarla
en el tiempo.
Ese día tocaba cometa, en otras ocasiones hacerse 2000km a por naranjas jejeje, así no te aburres. 😘
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