Me encontraba en medio de la
nada, entre Sherbrooke y Lac Mégantic. No iba en autobús, sino en una furgoneta
de pasajeros de diez plazas, conducida por un simpático y bromista vejete. La
carretera estaba helada y orlada por la nieve. Un señal amarilla, señalaba el
posible paso de alces. Lac Mégantic había quedado devastada el pasado mes de
julio por un gravísimo accidente ferroviario. 76 vagones cargados de gasolina,
descarriaron y se incendiaron en una de sus plazas, causando 46 muertos. Los
bomberos tardaron varios días en apagar el fuego y todo Canadá se conmovió por
la tragedia.
Pero Mégantic ciudad, no era mi
destino, sino mi penúltima escala del día. Allí me recogería una familia, que
vive junto a un parque natural, explotado un gran bosque de 15,000 arces de
azúcar, para fabricar el maple. Allí me esperaba un territorio salvaje y nevado,
de lobos, coyotes, osos, alces y ciervos, principalmente. Este 2013, he pasado
desde la selva del Golfo de Guinea, a las frías tierras del gran norte
americano, con una brutal diferencia de vida, pero los fuertes contrastes del
mundo, son la sal y pimienta; la adrenalina que tensiona el organismo; la
emoción por vivir el mundo en directo, mientras la sangre fluye compulsivamente
por las venas.
En el largo camino de hielo, vino
a mi memoria la serie norteamericana, Doctor en Alaska y no pude menos, que
hacer un parangón con el frío ambiente que me esperaba entre rudos campesinos
de la auténtica Canadá, en los albores del invierno total.
Es una aventura, cuyo final aún
no está escrito; es una ruleta de la suerte, que me asegura fuertes emociones,
sin saber lo que realmente me espera; es un camino al vacío helado, que me
aleja del confortable sofá televisivo, donde se adocenan las mentes, se debilitan
los organismos y se muere lentamente a plazos.
Agotado y tenso tras los últimos
20 Km a más de 100 Km/hora por heladas sendas del territorio norte, abrí la
puerta del automóvil. En el limpio y negro cielo, brillaban millones de
estrellas e hice un parangón, entre las noches del desierto del Sahara y estas
de hielo. Ambas, con atmósferas claras, exentas de tormentas de arena o de
nieve, ofrecen el firmamento como en ningún otro lado.
A la entrada de la casa, me
esperaba la dueña de la casa. Largas, estrechas y canosas trenzas, colgaban de
sus sienes. Me enseñó mi habitación, con una tabla en el suelo como somier.
Tres ristras de ajos y dos cañas de pesca, colgaban del techo. Un piano con
algunos marfiles perdidos y una amplia y cargada librería, completaban el
ambiente. Junto al dormitorio, mi baño me pareció decadente.
Sin deshacer las maletas, me puse
a pelar manzanas, para ayudar en el postre que preparaba la señora. Era
caucásica y norteamericana de Ohio, pero afincada en este paraje hace ya 40
años. Su marido, voló a Bromont hace ya unos años, en un si te-he-visto-no-me-acuerdo.
Cinco hijos, dos de ellos varones, quedaron de aquél matrimonio forjado con el
azúcar de arce.
Anoche, cuando me senté a la
mesa, temí sentirme prisionero de la nieve y tuve deseos de huir.
Julia, la señora de la casa, cascaba los huevos de su granja, para hacer una especie de pizza de tortilla, que como no, se debía aderezar con maple. Mientras, me comentaba que eran casi autosuficientes y que bebían la leche cruda de sus vacas y de sus cabras.
Julia, la señora de la casa, cascaba los huevos de su granja, para hacer una especie de pizza de tortilla, que como no, se debía aderezar con maple. Mientras, me comentaba que eran casi autosuficientes y que bebían la leche cruda de sus vacas y de sus cabras.
Al amanecer, fui con la única
hija que estaba en la casa, para ayudarle en la granja. Era el arca de Noé. Tres
vacas Jersey, Rivendell, Bamboo y Nesse,
cuatro terneros, varias cabras, numerosas gallinas y un celoso pavo que se
hinchaba ante mí para demostrar su poderío, hacían una bucólica y bella
estampa.
La ayudé a ordeñar, recogí los
huevos, di a beber leche a los terneros, no sin antes, cobrarse las gallinas,
su trofeo por mi descuido, bebiendo en parte la leche preparada.
De nuevo en casa, herví un bol de
leche recién ordeñada e hice a la plancha dos de los huevos recién
recolectados. Mi experiencia con Ana, había sido positiva; el paisaje era
enorme; las posibilidades literarias, etnográficas y fotográficas, eran
inmensas. Acepté el desafío de quedarme diez días acá, lo que será irreversible
mañana domingo, cuando la furgoneta de pasajeros que sale de Lac Mégantic, una
vez a la semana, parta para no volver en siete días.
Ana me mostró la cueva; era el
sótano de la casa y estaba lleno de quesos, mermeladas, comidas embotadas,
patatas, tupinambos y muchas hierbas y producciones locales, cuya existencia no
siempre conocía. No me gusta cocinar decía y además, no tengo tiempo. Si viene
alguna de mis hermanas algún día, nos hará algo caliente. De otro modo, coge lo
que quieras y cocínate lo que desees.
Tras un buen trozo de queso, con
más de dos meses de maduración, salimos a los campos de arce. Me explicó las
diferencias de cada árbol, me enseñó las nevadas ramas de frutos silvestres que
recogían en el verano y poco a poco, tras casi tres km, llegamos a la cabaña
donde reciben tras bombeo, la savia de los arces de azúcar. Abrahám otro hermano
mayor, dormía allá en una especie Robinsón Crusoe de las nieves, que me recordó
los viejos tiempos de los tramperos del oeste.
Tiraba de los tubos recolectores
de la savia de arce; los conectaba entre sí ya al final de la tubería principal
de la explotación y los disponía, para que fluyera por ellos la materia prima
del maple allá en la primavera. Pensaba, que mis heladas manos, a pesar de
estar protegidas por dobles guantes, habían contribuido a que miles de
canadienses y americanos, disfrutaran su dulce yantar, ya sea en adineradas o
humildes casas de este continente. No en vano, por la tubería que arreglaba,
fluirían en el 2014, 300.000 litros de savia procedentes de 15.000 arces, para
hacer 15.000 litros de maple con más de 60% de riqueza en azúcar.
La vuelta fue a las 4 de la
tarde, pero en noche casi cerrada. Como me resbalaba en las cuestas con la
nieve endurecida, me puse las raquetas y
anduve como el pato Donald hasta la casa.
Este relato, comenzó en la tarde
del 29 de noviembre y ha terminado en su primera fase, hoy sábado 30. La dueña
de la casas está en New Hampshire, haciendo escalada en hielo; Ana está
ordeñando nuevamente las vacas; el hijo menor, prepara una sopa para los tres
de la casa y que sea lo que Dios quiera. Desconozco, si hoy también encenderán
las velas del candelabro posado en la mesa; un apartador, tiene la estrella de
David y unas palabras en hebreo, escritas en un sobre reciclado, fueron
recitadas antes de cenar en el momento de mayor confusión personal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario