Morir sin ver Estambul, es morirse doblemente. Es una bella
ciudad, con encanto y exotismo; una cita obligada en la ruta de la vida. No es
la belleza humana su mejor característica, sino su arte, su historia, sus
olores, sus colores y su bullicio. Una ciudad limpia y cosmopolita, ubicada
entre Europa y Asia, que ha sufrido muchas invasiones en su historia, incluida
la del actual turismo masivo que acude a la llamada de su belleza.
Mi paso circunstancial por la ciudad, de vuelta a casa desde
Rusia, ha sido un broche de oro a mi viaje. Si el Gran Bazar, es un regalo para
los sentidos, no lo es menos el Mercado de las Especias, que incluso su nombre,
despierta las pasiones de los olores, los sabores y los colores que evocan las
rutas de las especias en los gloriosos siglos de caravanas que unían Oriente y
Occidente.
Las diversas tisanas de jazmín y rosas, las numerosas clases
de té, los karkaders, los azafranes de Irán, los caviares de Beluga, las
delicias turcas que invaden las retinas de los visitantes, las esponjas naturales
arrancadas del fondo del mar y las multicolores lámparas de cristal, son
estímulos que iluminan nuestro alma.
Pasear por la parte superior del puente Galatea, observando
los cientos de pescadores que matan el día tentando los peces del estrecho y descender
a la planta inferior, para comer en uno de los múltiples restaurantes a escasos
2 metros del mar, es otra experiencia maravillosa.
He visto barcos cocina, de doradas cubiertas, que servían la
comida a multiraciales transeúntes que
ansiaban reponer fuerzas. Me he deleitado comiendo kebabs callejeros, bebiendo
chais en plazas y mercados o zumos de granadas rojas, grandes y espectaculares
como nunca había conocido; comido plátanos y castañas asadas. Todo un lujo de
sabores en la temporada de otoño de esta ciudad del mundo.
He recorrido el estrecho del Bósforo, pasando durante 2 horas
bajo sus puentes, cazado fotográficamente maravillosas gaviotas bailando el
vuelo de la vida y a blancas medusas meciéndose en las dulces olas de la mar;
visto barcos rusos de vuelta a casa en su Mar Negro, casas y palacios a ambos
lados del estrecho y muchas y enormes banderas rojas, de media luna y estrella,
proclamando el orgullo de Turquía.
No, Turquía no es Europa. Es maravillosa, pero no es de las
nuestras. Apenas esta zona, es la única que podría sintonizar la música de
nuestros europeos sentimientos, pero la inmensidad de su territorio es
asiático; la llamada del Muecín no es de nuestra forma de vida y sentir; las
costumbres son otras, maravillosas, pero distintas y el resurgir del
radicalismo musulmán, es un hecho que nos debe poner en guardia, especialmente,
cuando el EI, llama a su puerta oriental, allá en su unión con Siria.
Numerosos turcos, pululan con sus carros de zumo o de
sahleps, sus puestos de manzanas, sus castañas asadas, sus bananas, sus rosquillas,
de café exprés y tantas cosas más.
Es tierra de contradicciones, entre una población
prooccidental y otra más religiosa, casi fundamentalista, cada vez más
importante. Parece que el secularismo va perdiendo la partida ante una ola de
religiosidad que recorre los paisajes musulmanes. Esto se observa en las
indumentarias de las mujeres y en los comercios de ropa, que ofrecen tanto la sensualidad
de los ropajes, como la sobriedad extrema y negra de los más religiosos.
Mi última visita, ha sido a las Cisternas de Estambul. Los
cálidos colores de la iluminación, daban a las columnas y a los estanques
subterráneos una visión fantasmagórica y envolvente, para conservar en el
recuerdo.
He “pituitado, testado y retinado” olores, sabores y colores.
He vivido un mundo mágico. Simplemente, he vivido y ha sido hermoso.
Me voy a casa, enfermo de enfriamiento y eufórico por el
éxito de un viaje, que empezó entre cosacos en las montañas del sur de Rusia y
terminó en la Estambul de las mezquitas y los regalos de los sentidos.
Un final feliz para un solitario viaje que me devuelve pleno
de recuerdos a las brumas de Cantabria.
Estambul, 21 de octubre de 2014.
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