Allá por los setenta del siglo XX, estuve viviendo durante dos años, en las doradas y calientes arenas del desierto del Sahara. Iba en busca de
aventuras de vida, de emociones sin par, de exotismo y de paisajes extraños,
inmensos y sobrecogedores.
Cuando el avión “arenizó” y pisé por vez primera aquél rubio
océano, me embargó un alegre frenesí, pues mi alma ansiaba ver el horizonte
desconocido, pisar el futuro soñado y navegar por dunas, que no eran más que
inmensas olas de arena.
Iba solo, sin familia que alimentar; sin amor que abrazar; sin confidente en quien confiar mis anhelos.
Fui valiente. Fui imprudente. Fui joven. A mi modo, emprendí
la aventura de la iniciación, como los jóvenes guerreros de tantas tribus
africanas. Y aprendí que en el desierto
hay que medir las propias fuerzas; que las imprudencias se pagan con la muerte;
que se viaja de noche; que hay que beber a pequeños sorbos y que la vida también
allí es hermosa.
Y aprendí a leer la noche; a identificar los ruidos y a
prevenir los peligros; y a amar el silencio; y a ser solidario con los, que se enfrentaban como yo a los mismos peligros. Y aprendí que allí la
vida es corta y hay que vivir cada segundo de oportunidad de latir el corazón,
por amor y por supervivencia, entre las altas temperaturas diurnas y los bajos
grados nocturnos.
Y disfruté viendo los ágiles fenecos, las rápidas gacelas,
los potentes antílopes, los ávidos chacales y las peligrosas víboras cornudas.
Y sentí el cadencioso caminar de los dromedarios, como si
fuera en una pequeña chalupa por la mar, al son de las dulces curvaturas de las
dunas.
Y busqué y hallé restos prehistóricos, entre las secas
piedras, que el viento limpiaba de arena, disfrutando de los sílex tallados en
forma de flechas.
Y vi el verde de las algas en las mareas bajas del mar, entre
cangrejos violinistas de sabrosas pinzas. Mientras cientos de alevines de
tiburones, me advertían sin saberlo, que no debía adentrarme más allá, de lo
que me exigiera esquivar los hambrientos chacales de la orilla.
Sufrí y disfruté de la soledad y soñé con tierras aún más
lejanas, cada vez que un barco abandonaba Nouadhibou hacia las aguas del negro sur.
Y un día, cuando comprendí que era hora de regresar al hogar,
marché al norte, al abrazo de mis padres, a la seguridad y a la querencia, para
comprender, que por encima de la aventura, hay un valor que se llama amor; que
se llama familia.
Aquellos tiempos no volverán. Mis padres ya no están. Sevilla, la ciudad de mi infancia y juventud, es ya para mí una ciudad invisible, que conserva sus monumentos, pero que ayuna
de mis seres queridos. Ahora soy yo quien
espera en casa, la llegada de los hijos, que por “razones de diversa razón”,
navegan por dunas de asfalto, por olas de viento y pañales de nietos.
Aquellas dunas secaron mi cara, pero regaron mi espíritu y
ahora, la lluvia del norte, humedece mis huesos. Mientras, espero la visita de
mis hijos, con la chimenea de los sentimientos encendida, para darles calor de
hogar; mientras les ofrezco mi alma un tanto cuarteada, para que aten en ella sus
sentimientos, como el noray en el muelle, ofrece su seguridad a los barcos de la mar.
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