He dormido profunda y plácidamente en mi cama de Francia, en
la habitación de siempre, con sus contraventanas, sus vigas de madera, su
chimenea y su paz. Llegué agotado de España y he descansado junto a mis amigos
del alma, en el Gers, cerca de la ciudad de Auch. Tras un desayuno diferente,
tecleo mis ideas con un té ruso en mis manos, frente a una chimenea de unos 9
metros cuadrados, bajo unas impresionantes vigas y entre muebles antiguos con
sabor auténtico a vida de la campaña. Las rústicas paredes, muestran numerosos
cuadros de Claude Charrois, un conocido pintor y allegado familiar. Fuera, el
femenino paisaje de lomas suaves de tierra arcillosa, descansa del trabajo tras
alimentar trigo y girasoles, meciendo en sus hondonadas frías las nieblas de
invierno. Aún no he salido a pasear por las curvas del lago; aún no he visto la
cercana plantación de Kiwis; aún no he visto ciervos en el paisaje, ni quebrado
el horizonte, con el vaho de mi jadeo durante la rápida marcha del amanecer.
En estas fechas, se cumplen 40 años de la amistad que
disfruto con los dueños de la casa. Son mis amigos de más de media vida; son los
recuerdos vivos de mi inicio de África; son la expresión de los nobles
sentimientos compartidos, de solidaridad en tierras salvajes y extrañas; son la
prueba de que el tiempo, la distancia y el idioma no son forzosamente el fin de
una magnífica experiencia humana.
La casa es una amalgama de culturas, donde Rusia, Francia y
África, están presentes. Serge, es descendiente de un inglés y de una rusa y
ésta a su vez, hija de Gridasof, un ruso
blanco y cosaco de la Guardia del Zar. Pero mi amigo es un francés de
nacimiento y de corazón, que atesora los recuerdos de sus antepasados rusos,
pero que ha entregado su vida al mundo, desde la Antártida a la Guayana o
Arabia Saudí, pero sobre todo, a ÁFRICA, continente que escribo en mayúsculas,
para resaltar la verdadera pasión y dimensión de su vida. Un paseo por las estancias de la rústica casa
agrícola que me acoge, muestra talladas puertas de granero de la tribu Dogón;
teteras mauritanas y saudíes; púas de puerco espín; caracolas mauritanas; un
estrellado tronco de árbol de la Guayana llamado catedral; una piel de gacela;
una balalaika de sus antepasados rusos y tantas otras cosas que se escriben
indelebles en sus recuerdos, como las cicatrices que señalan en su piel, los
percances de las recorridas sendas no exentas de peligros, ya sea en el frío
antártico, el tórrido desierto del Sahara o en la lluviosa selva sudamericana.
Marie Claude, su mujer, es para mí una verdadera hermana; no
de sangre, pero sí de sentimientos. Ella fue mi compañera de trabajo, mi confidente y consejera, mi apoyo en la
soledad del desierto, la que me ofreció el calor de familia, para superar, a
mis 25 años, mi bautismo de fuego en el desierto de Mauritania lejos de mis
padres, ayuno de compañía, con comunicaciones a la vieja usanza; es decir, sin
teléfono y sin internet, tan sólo a golpes de carta, cuando el viento
descansaba y la tormenta del desierto, cesando en su empeño, permitía el
aterrizaje del pequeño y frágil avión, pero gigante en alegrías de cartas
retenidas.
Soy un viejo amigo viejo; un español de corazón tan grande
como mis propios defectos. Soy un toque de territorio, de cultura y valores,
diferente a lo que predomina en esta casa; pero soy el amigo, que anualmente,
trae a esta tierra y a este hogar, la
amistad, los recuerdos del lejano pasado y los sabores españoles en forma de
jamón, turrón, grandes naranjas, tortas de aceite y los pequeños regalos que la
naturaleza nos ofrece, a los que sabemos valorar la vida en los pequeños y grandes
detalles que nos ayudan a la perseguida felicidad.
Tres viejos amigos, ajenos a ideologías dispares y a banderas
que separan, unidos por el puro
sentimiento de amistad. Unos días por año, compartimos especialmente su forma
de vida lenta, sin prisas enervantes, en una especie de ambiente retro con
toques de modernidad, en una especie de arca de Noé, rodeados de dos
espléndidos gatos y un gigantesco leonberger, al que no temo por sus potentes
mandíbulas, sino por sus manifestaciones de cariño, con babeantes lengüetazos
en la cara.
Hemos compartido comida con un matrimonio francés. La
fonética del lenguaje me jugó una divertida broma, cuando explicaba que
Barcelona les ofrecía un interesante “quartier gothique” (barrio gótico) y entendieron
un “quartier erotique” (barrio erótico).
Lamento la negativa de Serge de recorrer con él la ruta
transafricana desde Marruecos a Sudáfrica, pues aduce que es una locura, por el
riesgo de ser secuestrado. Muere por tanto aquí, la soñada locura del canto del
cisne; de la gran machada; de la tentación a la desgracia; pero nace el
proyecto de hacer nuevamente el África, llegada la jubilación, recuperada la
libertad y la prudencia: hacer pequeñas misiones internacionales; mostrar al
pequeño de los hijos la aventura que fue y sentir en breves retazos, los
colores, olores y sonidos de un continente que ya no es lo que fue, ni será lo
que es.
Envejecemos, aunque nos neguemos a ello; aprovechamos las últimas flores de la vida y
hemos de transferir a los jóvenes las
experiencias conocidas. Es así, que debemos advertir de los riesgos ciertos de
países ajenos al ámbito nuestra civilizada vida europea. Mauritania, Senegal,
Nigeria, etc., y la mayoría de los países africanos no son un oasis de
seguridad.
Nos queda la nostalgia africana.
Nos queda la nostalgia africana.
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