Esperaba una tranquila jornada, pero no ha sido así. El día
barruntaba zumito de nube y no me equivoqué. Iniciamos una pequeña caminata que
fue una larga excursión de varias horas por caminos perdidos, bosques
caducifolios, gargantas profundas con límpidos riachuelos y una cueva incluida.
Éramos Veronyka, las dos hijas y una joven de 26 años con dos
pequeñas de 3 y 1 año y yo, como único varón del grupo.
Veronyka nos obsequió con un despiste y tuvimos que retomar
el camino tras descender una colina importante, en situación bastante
comprometida. Nos adentramos en un bosque caducifolio en su esplendor otoñal,
predominando el oro del follaje de los arces. Mi primera sorpresa, fue visitar
una cueva, con sus estalactitas y su propio lago interior.
Encontramos árboles hendidos de troncos huecos donde pudimos cazar momentos para el recuerdo
y seguimos el curso del riachuelo, atravesándolo numerosas veces, para sortear
los accidentes del profundo barranco. Comimos en la base de una cascada, llamada,
por su forma, el velo de novia.
La lluvia arreciaba y temía que hubiera un repentino torrente
de agua.
La joven madre, una deliciosa moscovita, era licenciada en
traducción por la Universidad de Moscú y hablamos todo el tiempo en francés. Bueno
no siempre, pues aprovechaba cualquier descanso en el camino, para sacarse la
teta y arrimársela a la pequeña, con sucesivas alternancias según consideraba
su grado de plenitud. En esos momentos, silbaba al aire y buscaba mi amiga
Veronyka, para continuar la conversación en “rusinglés”. Fue un día feliz, pues
el paseo fue precioso y por fin pude hablar con velocidad de crucero.
Volvimos a casa, calados hasta el alma, llenos de barro y
agotados.
17 de octubre de 2014, en tierras invadidas por cosacos hace
ya como un siglo, en la época de León Tolstoi.
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