Fue una larga jornada; el porche había tomado casi la forma
definitiva y merecíamos un descanso. Veronyka me llamó Misha, otra forma rusa
de Mijail o de nuestro Miguel. Me ofreció un té ruso, no lo que conocemos como
té, sino un cocimiento de hierbas traídas de Siberia. Era un bebercio recio,
más bien bronco, amargo y sin azúcar. Me jalé dos tazones; el de compromiso y
el que muy a mi pesar, me endosó afectuosamente de nuevo mi anfitriona.
El hogar estaba encendido; los niños veían una película por
internet y abrió la caja de los recuerdos. Aparecieron numerosas fotos de sus
antepasados y de su niñez. Una a una, me explicaba quiénes eran sus familiares,
lo que hacían y todo lo que evocaba cada imagen.
Hubo momentos de sonrisas y también de lágrimas. Fotos
cuarteadas, desvaídas por el tiempo, como las propias imágenes que retenía en
su mente desde los tiempos perdidos. Poco a poco, iba recogiendo hilos sueltos,
para trenzar una historia que hundía sus raíces en distintas geografías y
eventos personales.
Le propuse digitalizar sus recuerdos y al día siguiente, le
hice el trabajo. Tuvo así una doble seguridad de no perder sus viejos recuerdos
y poder disponer en el futuro de una copia para cada hijo.
Le mostré igualmente las fotos que había sacado de su
familia. Era un privilegiado con cámara en mano, una especie de Gran hermano
infiltrado en el corazón de una familia rusa. Se sorprendió con el resultado;
pude verlo en las expresiones de su cara, que ya tenía perfectamente
estudiadas. Me tengo por un cazador de momentos, capaz de fotografiar el alma
de las personas. No domino especialmente la técnica fotográfica, aunque sé lo
suficiente. Mi fuerte son los imaginativos encuadres; encontrar el ángulo
adecuado y sobre todo, cazar el alma del modelo, captando sus expresiones
vitales.
Recibimos una invitación inesperada. La tarde cedía su tiempo
y pronto sería el momento de las estrellas. El joven matrimonio de la Casa
Hobbit, nos invitó a una cena al aire libre. Cuando acudimos al encuentro,
encontramos un magnífico fuego de campamento a la usanza cosaca. Habían
excavado un hoyo perfecto en el terreno, bien armado con piedras en su derredor
y conectado con un túnel en la tierra de unos dos metros en la parte más baja
de la pendiente. Así, el aire caliente ascendía mientras el frío era aspirado
hacia la hoguera alimentando el fuego reparador.
Un grupo de jóvenes parejas de cosacos, tocaba la guitarra o
llevaban el son con los jembés. Cantaban bellas canciones populares rusas y me
sentí emocionado y agradecido por disfrutar del alma de este país.
El día de los colores, dejó paso al rojo de las llamas contra
la negritud de la noche. El entorno era mágico. No podía creerlo; estaba en las
montañas del sur de Rusia, rodeado de jóvenes cosacos con coleta, algún tatuaje
e instrumentos musicales y me había sumado a la fiesta tocando el jembé.
La vida continúa y me siento con ganas de retorno, pero al
igual que otro momento de distancia, veo sombras clarificadoras. Es tiempo de
pensar y hacer; de no pasar más horas vanas de reloj.
En una aldea del sur de Rusia, el 15 de octubre del 14.
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