domingo, 17 de septiembre de 2017

Españoles en Francia

He hecho un viaje a los sentimientos. Una vez más, he acudido al hospital del alma, del que ya escribí un artículo en el 2015. Está en una pequeña población del Midí francés, donde residen unos amigos que son como hermanos.

Esta vez, había un motivo añadido: festejar los 50 años a la que conozco desde su infancia.

Pan,  vino y  queso ,  para volver a empezar en una espiral de colesterol, interrumpida por jamón, pâtés, tortas de aceite, algunos platos bielorrusos, caviar ruso y otros manjares aportados por el que subscribe, o por rusos, bielorrusos, marselleses, gascones, normandos y gentes de otras regiones francesas.

En la fiesta final, tuve el placer de dar un concierto de violín, de 8 kg de recebo, que centró y de qué manera, la atención de los presentes.

La mescolanza de gentes de orígenes diversos, implicó esfuerzos lingüísticos y también de vinos y licores, superando así, la moderación de consumo de alcohol de la que suelo hacer gala.

Éramos tantos, que a pesar de la gran capacidad de la casa, parte de nosotros debimos alojarnos en una casa cercana,  entre campos  de maíz y girasoles .

Sé muchas historias de españoles afincados en el sur de Francia. Sus orígenes y circunstancias son muy variados.

El dueño de la casa rural donde me alojé, era hijo de un almeriense exilado tras la guerra civil, que había combatido contra los nacionales primero y en la a Resistencia contra los nazis, después.

Uno de los asistentes a la reunión, malagueño de origen, era hijo del hambre, pues su padre emigró en los sesenta del XX, en busca de trabajo y una vida digna para su familia.

Al vendedor de quesos en el mercado, me explicaba las maravillas del queso Margouall, cuyo intenso sabor era parejo al hedor que desprendía. Al preguntarle si aguantaría bien un viaje hasta España, me sonrió con alegría. Me había creído italiano y me confesó que era cacereño. Dejamos entonces de "hablar en extranjero" y me comentó que llevaba allí más de veinte años y que su vida en Francia, era por amor.

Odio, hambre, amor,..., las razones de vivir fuera de España, eran tan diversas como justificadas, pero todos ellos, sentían nostalgia por la tierra de sus padres, aunque tuvieran un español afrancesado y sus descendientes difícilmente se identificaran ya con sus raíces.

Buena tierra y buena gente, que nos mira con cariño y lamenta la deriva política de quienes quieren romper España.

Tienen el corazón dividido entre su origen y su destino, pero sus latidos se aceleran cuando un español les habla en el idioma de sus padres y les cuenta cosas y cuitas de la vieja piel de toro.

Cada año, oigo nostalgias y tristezas, de quienes son de dos partes y de ninguna. Y yo les comprendo,  pues en cierto modo, cambié por mi trabajo, las calientes tierras de Andalucía, por las verdes montañas de Cantabria.


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