jueves, 20 de febrero de 2020

Amor en Ginebra

Me gusta viajar hacia la línea del horizonte. Alcanzarla es una utopía, pues retrocede a la misma velocidad que la persigo. Al menos, me fijo una meta, siento la curiosidad del camino y disfruto con los paisajes que atravieso.

No son sólo geografía física; de montañas, lagos, vergeles o desiertos. Tampoco son exclusivamente, viajes de fauna y flora, admirando la belleza de la vida. Ni siquiera se trata exclusivamente de sumergirme en culturas étnicas, ancestrales o no, con sus sistemas de vida, sus escalas de valores, sus manifestaciones artísticas y sus creencias.

Sí, geografía política, física, etnográfica, naturaleza, arte,... todo es maravilloso, si tienes curiosidad de observar, sentir e interaccionar en el entorno donde te sumerges. Pero hay otro motivo para viajar y es muy grato: viajar por amor.

Ir a Ginebra, ha sido un viaje de amor de familia. Los otros motivos, esta vez, han sido secundarios. Sin embargo, tuve tiempo para pasear por la dulce Ginebra, la del lago Lemán, la del puente de las banderas, ondeando sobre la belleza de las anátidas que se recrean en el agua; la de tiendas de lujo, con marcas de prestigio; la de los bancos que atraen el capital a puerto seguro; la de las instituciones supranacionales; la de amalgama de funcionarios del mundo; la del chocolate, los relojes, las navajas y en definitiva, de la paz, la estabilidad, el civismo y el bienestar.

Cerré los ojos y evoqué la primavera del 70, cuando me retraté por primera vez ante el reloj de flores y admiré el Jet, o chorro de agua. Mucho había llovido desde entonces. Medio siglo de vida y afanes; hijos, nietos y señales corporales de mi deambular por tanto mundo.

El reloj y el chorro de agua, embelleciendo el entorno, viendo pasar el tiempo, asombrando a los visitantes como yo, que a veces vuelven, para evocar el pasado, disfrutar el presente y preguntarse cuán largo será aún el futuro.

Allí, a los pies del Mont Blanc, en el corazón de los Alpes y de Europa, nadaban patos reales; patos frisos, serretas grandes, porrones comunes, patos colorados, fochas comunes y los majestuosos cisnes mudos.

Allí se erguía potente el Jet, un chorro de agua que sale a 200 Km por hora a razón de 500 litros por segundo y alcanza los 140 m de altura. Un dispositivo que se instaló en 1886, para controlar el exceso de presión de una fábrica hidráulica y que ahora, ha devenido exclusivamente, en un símbolo turístico de la ciudad.

Es un lago hermoso, que tiene 72 Km de longitud y 12 de anchura. Está ubicado entre Francia y Suiza. El río Ródano vierte sus aguas en su extremo este y a su vez, el lago desagua en el extremo oeste del mismo río.

Por el lago navegan unas 20,000 embarcaciones de recreo, pesca o transporte. En su orilla duermen las ciudades de Nyon, Lausana, Vevey, Montreux, Thonon-les-Bains, Yvoire y Évian-les-Bains, pero además de Lemán, se le conoce también, por la principal ciudad de su entorno: lago Ginebra.

Suspiré y emprendí el regreso entre magníficos árboles y alguna casa singular. Tocaba cerrar la maleta, acudir al aeropuerto y volver a España.

Nieves, besos y paisajes, ¿qué más podía pedir?

Preciosa torre con reloj junto al lago
El suelo de acceso a la torre, está jalonado de pequeños 
adoquines con mensajes den numerosos idiomas



Vista de la ciudad desde el lago, con los Alpes al fondo
El Jet


 










 



 



No hay comentarios:

Publicar un comentario