sábado, 5 de septiembre de 2015

El olor de la pobreza

He visitado muchos países de tres continentes, donde la miseria es palpable.

Distintos pueblos, diferentes razas, democracias, dictaduras, reinos o repúblicas,…

Aparentemente, deberían ser muy distintos. Y lo son, a su manera.

Les diferencian las lenguas, las creencias, los ropajes, las costumbres, la gastronomía y hasta los signos de la escritura.

Pero tienen un denominador común: la pobreza.

En estos países, los ricos son más ricos y los pobres, son más pobres.

No hay una poderosa clase media; tan solo una escasa y dominante oligarquía y una mayoría de desamparados.

Ausencia de ordenación del territorio, escasas infraestructuras, déficit de servicios básicos, inseguridad jurídica, inseguridad ciudadana, deficiente escolarización y tantas desgracias más, les asemejan más a un estado fallido que a una nación moderna.

En la mayoría de ellos, hay alcantarillas a cielo abierto, deficiente suministro de agua potable, y frecuentes y reiterados cortes de suministro eléctrico.

El caos circulatorio, la inobservancia de prevención de riesgos laborales, etc., provocan llantos de sangre y muerte, que lamentablemente, he visto en directo más de una vez.

Se palpa la miseria de los desheredados, la violencia de la supervivencia o de los predadores humanos y el horizonte no es más que una línea de desesperanza.

En este ambiente, el olor del humo de viejos y renqueantes coches, se mezcla con el de las fritangas de mala grasa procedentes de los puestos callejeros de comida, con las penetrantes especias que disimulan la degradación de los alimentos, con los fuertes perfumes que intentan encubrir ropajes de rancio sudor, los suelos con orines amoniacados y los hedores de alcantarillas con aguas negras.

Es el olor de la pobreza, sea cual sea el país que lo padezca.

Y sin embargo, suelen ser pueblos risueños. 
Pobres, pero felices.
 










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