miércoles, 31 de enero de 2018

Egipto 6: El Cairo. El bazar de Khan el Khalili

Una ciudad musulmana de 22 millones de habitantes, da para mucho. Al innegable exotismo del Cairo y a su impresionante legado histórico, habríamos de añadir la supervivencia en la selva de asfalto, prácticamente sin semáforos.

Tardamos más en el recorrido del aeropuerto del Cairo al hotel, que en el vuelo de Aswán a el Cairo. El hotel era magnífico, pero su funcionamiento nos recordó que estábamos fuera de la organización occidental.

A las 10 de la noche, no nos habían entregado aún las llaves de las habitaciones y tenían prioridad los árabes saudíes que llegaban al hotel, algunos de ellos, en limusinas. 

Eran en algunos casos, jóvenes, que venían a desfogarse con morenas del país, a las que según nos dijeron, encontraban muy seductoras. La prioridad en el hotel, se debía a que mientras una agencia de turismo pagaba 100 dólares por una habitación, los árabes pagaban 500.

Cuando bajé por la mañana a desayunar, entró en el ascensor una voluptuosa joven con su maromo y empezó a suspirar si nó a gemir, mientras se miraba en el espejo haciendo poses. Deduje que en aquél lugar de 5 rutilantes estrellas, habia cierto ambiente de camas calientes.

Aquella mañana, fuimos a ver las Pirámides de Gizah, pero esta actividad, bien merece un capítulo exclusivo.

Por la tarde, acudimos en taxi al Bazar de Khan el Khalili. Se trataba de un conjunto de callejuelas y casas populares, donde se podía adquirir todo tipo de objetos artesanales, sumergirse en el bullicio de la ciudad y compartir un té a la menta en lugares hermosamente exóticos. Deambular por sus calles, era disfrutar igualmente de un monumental ambiente, plagado de hermosas mezquitas.

Mala suerte. Un viaje de unos 20 minutos, se transformó en casi 3 horas de suplicio; atascos, un permanente concierto de bocinas, frenazos, miles de personas cruzando por doquier e incluso saltando vallas metálicas de unos 2 m de altura como mediana de las calles y un permanente sobresalto en el que pudimos tener varios accidentes, especialmente de atropellos de descerebrados viandantes. 

Cuando finalmente llegamos a destino y nos dispusimos a mezclarnos con aquella jauría humana, fuimos interceptados por un policía secreta al que no hicimos caso al considerarle un vendedor. Un policía uniformado apoyó entonces su actuación y una encantadora joven, nos sirvió de intérprete.

Aquella noche, había en el lugar 100 o tal vez, 150,000 personas, abarrotando el empedrado, con sus túnicas, velos y turbantes, en algo que era como una fiesta de ensalzamiento religioso. Supimos que era el aniversario del nacimiento de Hussein, un sagrado profeta del Islam.

No nos dejaron entrar en Khan el Khalili, a pesar de mi vehemente interés por ello. Nos dijeron que no podían responder por nuestra seguridad y que podíamos ser víctimas de un robo o de una agresión.

Nos dijeron que fueramos otro día, nos metieron en un taxi y nos mandaron al hotel. Cuando salimos de allí, decidimos ir a un restaurante típico que nos habían recomendado y degustamos un menú egipcio.

Habíamos tenido una maravillosa mañana de pirámides, un aciago atardecer y al menos, una gratificante cena, no exenta de fumadores de narguil y musulmanas ensabanadas en negro, haciéndo verdaderos alardes de habilidad, para comer una sopa sin quitarse el burka.

Al día siguiente, visitamos el Museo de arte egipcio del Cairo. Otra actividad, que merece un artículo específico, para disfrutar intensamente del acervo cultural del Antiguo Egipto.

Por la tarde, sufrimos otro largo trayecto, para ir de nuevo a Khan el Khalili, pero esta vez, pudimos al fin nadar entre la marea humana de vendedores y lugareños de aquél rincón oriental.

Nada más entrar en la plaza, vimos abundante artesanía, así como vestimentas variopintas. Fotografié algunos vestidos vaporosos, con velos transparentes llenos de lentejuelas de cobre, como parte del paisaje costumbrista.

Tres mujeres vestidas con burkas negros, seguían a  musulmán en chándal. Al verme con mis compañeras de viaje, me preguntó sonriente, si yo también tenía tres mujeres. Tengo seis, le dije en plan fantasma y me respondió que solo veía tres. Es que las otras, las tengo en el almacén, le respondí machista y jocosamente. Mis mujeres se llaman Fatíma, Habibi, Sarah, Abdelrramona, Almanzora y Zoraida. Evidentemente, no me creyó, pero al reírse, dejó entrever la funda de oro en uno de sus dientes.

Seguí camino entonces, feliz de que mis amigas no se hubieran dado cuenta de mi farol y no me hubiesen despellejado allí mismo.

Fuimos auxiliados varias veces por la policía turística, que con gran amabilidad, nos acompañaron entre la multitud, para dejarnos en el Café de los Espejos y más tarde, en un típico restaurante lleno de color y buenos sabores.

Deambulamos entre tiendas variopintas y sorteamos decenas de vendedores ambulantes. Lámparas de metal, babuchas, foulards, velos, sombreros, alfombras, burkas, pulseras, collares, reproducciones de arte antiguo, ¡era imposible no comprar! 

Finalmente sucumbimos a la tentación. Compramos "adornos inservibles de primera necesidad" para nuestras amistades y seres queridos. 

Cuando el sol se marchó hacia España, estábamos cansados, con la mochila cargada y los pies hinchados. Tomamos un taxi y fuimos otra vez al conjunto de pirámides de Gizah. Nuevamente dos horas de suplicio, embotellamientos y bocinazos por doquier. Otra vez, metidos en el caos circulatorio que semejaba los coches de choque de nuestras ferias.

Pero mereció la pena. El espectáculo nocturno de luz y sonido, fue sencillamente espectacular. Las pirámides y la esfinge, se teñían completamente de color, mientras se narraban las vicisitudes de sus construcción, las historias de los faraones y el paso de las distintas culturas que pasaron por el milenario Egipto.

Había alquilado una manta en el recinto, pero aún así, estaba estremecido por la emoción del espectáculo y el frío que atenazaba mi torso.

Entrada la noche, fuimos a un taller cercano y nos hicieron a demanda, "reproducciones de "cartuchos", como los que portaban o identificaban a los faraones y que estaban en numerosas grabaciones y pinturas de los templos visitados.

Eran colgantes de ébano y plata o simplemente de plata. Por un lado, tenían signos con una flor de loto, un papiro, un escarabajo y una llave de la vida; por el otro, una de las deidades que adoraban los faraones.

Llegamos muy tarde al hotel. Hicimos las maletas y nos entregamos a un escaso sueño. A las 6 de la mañana, nos fuimos al aeropuerto para regresar a España. Catorce horas más tarde, estaba cenando en mi casa la ansiada ensalada que durante una intensa semana, no osé comer en un maravilloso país llamado Egipto. 
  











 







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