miércoles, 28 de septiembre de 2016

Amor sin fronteras

Demasiados desgarros en la vida. Un camino largo, lleno de ambiciones y sueños no siempre realizados. He formado una familia, de esposa, hijos y nietos; he tenido grandes momentos, de vuelos de espíritu y otros de zapatos en el barro. He triunfado y a veces fracasado, pero siempre me he levantado con la mirada larga, buscando el horizonte de la felicidad.

Mi corazón aún late, dejando atrás compañeros de viaje que se quedaron en el camino, sin llegar a la colina de la senectud, allá donde se cuentan las nubes y se observa, apenas sin fuerza, los colores que alegran los últimos paisajes.

Algunas veredas de mi vida, ya sea por los pedregales o las dunas del desierto sahariano o en la dulce Francia, las he recorrido con mis amigos Serge y Marie Claude, que encontré hace ya más de cuatro décadas en la encrucijada mauritana.

Éramos jóvenes de corazones poderosos y mirada soñadora. Teníamos sed de vivir, ambiciones y ganas de pisar el mundo y a fuer que lo hicimos. Fuimos familia sin compartir la sangre y mantenemos nuestra querencia desde entonces.

Ellos se fueron a Arabía Saudita, a Nigeria y a la Guayana, mientras yo volví a casa. Luego, él, hizo la Antártida, Gabón, Camerún, el Chad, Sudán, Argelia y un sinfín de países en soledad, fundido con los autóctonos de cada lugar.

Fueron largos años de lejanía sin miradas cómplices, sin chanzas de amigos ni abrazos de sentimientos. Nos separaban los océanos, las montañas, las selvas y los desiertos, pero allá donde estuvieren, había una nube de sentimientos compartidos.

Pisábamos distintos paisajes; hablábamos distintas lenguas y nos separaban distintos afanes, pero la lejanía espacial y temporal, no quebró nuestra amistad.

Ya arrugados por la historia, cansados de estar cansados, con menos fuerza, con más pasado y menos futuro, nos abrazamos y nos sonreímos una vez al año.

Son días y noches en su casa de gruesos muros de humilde barro, con grandes y hermosas vigas de noble madera, al amor de una inmensa chimenea, en la que han ardido muchas jornadas hermosas, llenas de recuerdos y pasión.

Volver a mi casa, a mi familia adoptiva, es una aventura de vida que repito cada año, en la que fusionamos corazones y sabores de nuestros respectivos países, a base de jamón, buen pan, buen queso y mejor vino.

Mañanas paseadas por tierras de arcilla beig, en forma de femeninas lomas recién aradas, salpicadas de solitarias casas del color de la tierra o de campos cultivados de sorgo, girasol y maíz, para dar sustento a familias campesinas del Midí francés.

Tardes y noches de hogar, de sosiego, de paz interior, de inmenso bienestar, donde no importan el qué dirán, en ropa vieja y zapatillas gastadas, de pies en alto, unos respirando plácidamente y el otro, fumando unos cuántos asesinos, sin pensar en sus consecuencias.

Algunas visitas de hijos prestados, con pensamientos rubios y visiones azules, que recuerdan su origen de sangre normanda, inglesa y rusa que llevan en sus venas y una tierna niña de dientes ya mellados por la edad, que ríe feliz, sin saber aún cuáles serán las flores de su destino.

Retornado a los verdes prados de Cantabria, bajo la lluvia de los cielos, siento la calma de mi querencia, en la seguridad de la casa, mientras escribo con nostalgia este artículo, en mi rincón, el de la verdad, en el que sé quién soy, porque es aquí, donde medito, disfruto encadenando palabras y a solas conmigo mismo, pienso que el amor es hermoso y que es un sentimiento que no tiene fronteras.

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