lunes, 5 de septiembre de 2016

Cartas de amor 9. Mencía

Tiró el palillo de la boca, se puso el nuevo pantalón de pana, limpió sus botas y se  quitó la vieja y boina. La morenez de su cara, contrastaba con la palidez de la frente.

Era un día especial. Boro quería declararse a Mencía, una zagala de Ólvega, hija de un vendedor ambulante de chorizos. Era hermosa, tenía una mirada tan dulce como picara y unas caderas que incitaban al pecado.

Sus vidas eran sencillas y adaptadas al frío de la Soria donde comienzan los dejes de acento aragonés.

Boro se había criado en una modesta casa de Carrascales de la Sierra, junto al  río Chico. A sus 26 años, era un buscavidas. De niño había pastoreado ovejas, pero los lobos  habían diezmado su pequeño rebaño. Luego fue ayudante en una tejera cercana y también carbonero, pero como le gustaba la ganadería se dedicó a la cría de cerdos no lejos de Agreda.

Trabajaba en un matadero industrial y en sus ratos libres, cuidaba de sus animales. Apenas disponía de oportunidades para relacionarse con los demás y soñaba con conocer una buena chica y formar una familia.

Ser criador de cerdos, era un oficio común en el pueblo, pues muchos paisanos, los criaban y luego los vendían a una fábrica de chorizos del lugar. Sin embargo vivía impregnado de un fuerte olor, que generaba un cierto rechazo entre las jóvenes que querían huir de aquel ambiente.

Mencia y Boro, se habían conocido en las Fiestas de la Juventud de Ólvega. Tras pasear al Bulinga, la mascota de las fiestas, habían acompasado los movimientos de sus caderas, al ritmo de Paquito el Chocolatero. El calor del vino casero, la alegría y la diversión, habían encendido sus ánimos y mantuvieron un escarceo amoroso que supieron parar a tiempo.

Sin embargo, desde aquel día, fuego y estopa, amenazaban con abrasar los sentimientos. La pasión estaba a flor de piel. Acudían al Moncayo para colectar chordón, una sabrosa frambuesa silvestre del lugar o a recoger manzanilla en algunos regatos del lugar. Otras veces, subían a la Virgen de Olmacedo, donde los antiguos maestros de Ólvega, tenían una preciosa casa de verano.

Una tarde, paseando por los paisajes del pueblo, Boro quiso "poner el carro delante de los bueyes" y Mencia bajó del monte diciéndole que no quería verle nunca más. Ella le amaba, pero no quería entregarse sin "una boda como Dios manda"

Cada vez que Boro se encendía, Mencia le decía que " el sacrificio del altar, no era para hartar" y el pobre debía reprimir a duras penas, la plenitud de su físico.

Finalmente, Boro y Mencia, se casaron en la ermita y dieron rienda suelta a sus retenidas pasiones.

La vida de invierno era muy dura, el frío cortaba el aliento e incluso congelaba las tuberías del agua, pero el amor templó sus vidas y tuvieron dos hijos que colmaron el hogar de felicidad.

Con los años, sus manos se encallecieron y sus rostros acusaron las arrugas de la vida. Habían alcanzado un modesto bienestar, pero habían criado sus hijos sanos y felices en un hogar auténtico y hermoso.

Un verano durante las fiestas de la Juventud de Ólvega, tomaron una cerveza con sus amigos de Santander, en el bar de Celestino y vieron que sus hijos, bailaban también al ritmo del famoso pasodoble de Paquito el Chocolatero con dos buenas mozas del lugar.

Boro y Mencía, se miraron embelesados, recordando los lejanos tiempos de su juventud. Aquella noche, se amaron tiernamente, sin la pujanza del pasado, pero con serenidad y dulzura de los viejos enamorados en su declive físico pero con la nobleza de los puros sentimientos.


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