miércoles, 28 de septiembre de 2016

Un paseo por el Gers

Mis viajes al Gers, no son de turismo, sino de corazón amigo. Eso significa que paso muchas horas oliendo a leña de hogar, ayuno de museos, monumentos y paisajes.

Pero no siempre es así, los corazones retozan de felicidad en la sinfonía de los sentimientos, pero a nuestros años, ya de vuelta de tantas cosas, hay que mover las piernas, para seguir bombeando la sangre de la vida y la alegría.

El Gers es el departamento más lato de Francia, muy agrícola, dedicado a cultivar la tierra. Al sorgo, el maíz y el girasol, se le unen producciones como el armagnac, el foie-grass y una pequeña pero deliciosa colección de vinos tintos y blancos, que son fuente de placer gastronómico sentados a la "madera·y mantel de los sabores auténticos. No es extraño pues, que disfrute allá de una vida plácida, de gastronomía y amistad.

Esta vez, muerto Valanne, el inmenso y afectuoso leonberger de la familia, con nombre de monasterio ruso de recuerdos viajeros, hemos paseado ayunos de "cuatropatas", pero hemos igualmente disfrutado de la vida pegada a la madre tierra.

Oí decir al Ministro de Agricultura de Francia, allá por mi juventud universitaria, que "cada país tiene la tierra que se merece". Esto es relativo, pues quien tiene la desgracia de nacer en un pedregal, poco podrá hacer para alegrar su vida. En realidad, lo que querría decir, es que los seres humanos, podemos moldear la tierra regándola con nuestro sudor y usando nuestra inteligencia.

El Gers, como cualquier departamento francés, es un ejemplo de lo que se consigue con el esfuerzo y y la sabiduría de un pueblo orgulloso de su historia y comprometido con su grandeza.

En el inmediato departamento de la Haute Garonne, cuya capital es Toulouse, "la ville rose", ampliamente habitada por antiguos republicanos españoles allí asilados, se encuentra el aeropuerto de Blagnac, a cuyo lado está la industria aeroespacial francesa. No es extraño pues, que grandes aviones de carga como los Beluga, llamados así por semejar el perfil de este cetáceo, surquen los cielos de la agrícola región de mis amores.

Vanguardia en el aire, naturaleza en el suelo, esa fue la impresión de mi paseo. Lagos, plantas lacustres, ánades, suaves y sinuosos paisajes de arcilla, pueblos medievales, como Sarrant, con puerta levadiza, espadañas de iglesias reconvertidas en hogares privados, susurro de hojas que vuelan el otoño, sequía que agrieta la tierra y nostalgia de amistades.

No solo la mía, sino también la de dos antiguas adolescentes de la postguerra y compañeras de escuela, paseando los años vividos por los caminos en latitudes muy lejanas y ambientes muy distintos. Marie Claude, mi amiga del alma, ya por dos décadas en Francia y su amiga Danielle, enraizada en la isla de Guadalupe, allá en el Caribe, mientras sus hijos viven en la isla de Martinica o en el lejano Queensland, en el salvaje nordeste australiano, allá donde peligrosas serpientes, venenosas arañas y enormes cocodrilos marinos, meten miedo.







 




 


                                             








































                                                                                                                                                                 
     



                                                                         



                                                  Un Ayuntamiento y solo dos banderas                              


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