sábado, 4 de febrero de 2017

El oro de la mimosa

No hay oro en mi casa  y no temo ladrones del sudor ajeno, ni soy mi esclavo, limpiando bandejas de plata. Sin embargo, soy rico.

No soy ni pretendo ser un triunfador social. No necesito ropas de etiquetas famosas y tengo un coche que me transporta seguro y cómodo a precio razonable, sin llamar la atención ajena.

El verdadero tesoro es la salud, el bienestar, el amor y la autoestima. Lo demás es hojarasca que te impide ir al verdadero horizonte.

Me basta saborear un té caliente, oler a tierra mojada o a pan recién cocido; ver hermosos arrozales en bancales, campos de trigo mecidos por el viento, amapolas en los senderos o girasoles rezando al sol.

Me alegra el corazón la mano pequeña de un nieto, la sonrisa de un ser querido y una mirada cómplice que no necesite palabras.

Tengo la sabiduría de la vejez y ahora sé lo que es importante en mi vida. Estoy feliz por ello, pero también triste por el tiempo perdido, en afanes superfluos.

Mi fortuna es el tiempo que me queda, la capacidad de amar y la sensibilidad para apreciar la belleza, en todas sus manifestaciones.

Esta mañana, he permanecido un buen rato bajo la mimosa de mi jardín. Ha florecido tiñéndose de oro. Sus flores amarillas huelen ligeramente a miel e inundan de aroma la casa. Es el oro que me gusta.

Cuando sus flores caigan secas al suelo, las camelias ofrecerán sus flores de color sangre y aún más tarde, con los días más largos y cálidos, la magnolia dará grandes flores con suave olor a naranja.

Oro, sangre y plata de vida. Aparte de los sabores, esta es la belleza de mi jardín. Hice mi jardín hace años, cuando mi corazón era fuerte y mis cabellos negros. Hoy, en mi ocaso personal de sienes nevadas, disfruto del tesoro que diseñé, cuando supe ser hormiga antes que cigarra.

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