viernes, 6 de enero de 2017

Hija de la ciudad

Hace 5 años, llegué a Zinguinchor en el sur de Senegal. Antes de pasar a Guinea Bissau, entré en un ciber y me conecté a internet.

Abrí mi correo y vi la primera foto de una niña recién nacida. Rodaron por mis mejillas lágrimas de emoción, dejando un rastro húmedo y salado en un rostro con el polvo del paisaje.

Era mi primera nieta. De sangre europea, había nacido en Norteamérica y la veía desde África. Ironías de la globalización.

Temblé de alegría y emoción, cuando finalmente la tuve en mis brazos, allá en Nueva York, donde pasaría sus primeros tres años de vida.

Más tarde, cuando mis hijos se trasladaron a Suiza, aquella niña, ya acompañada por un hermanito, se cría en un ambiente francófono.

A sus cinco años y trilingüe a su nivel de edad, es una encantadora nieta, producto de un ámbito global y de grandes urbes de gran tradición internacional.

Conglomerados cosmopolitas donde nada falta y de todo hay. Donde habitantes y productos de todo el mundo, son la quintaesencia de la multiculturalidad.

Es así que mi nieta, como otros urbanistas del mundo, tiene acceso, por ejemplo, a productos lácteos diversos en composición y presentación. Para ella, la leche procede de un envase de cartón, como el dinero del cajero automático, por ejemplo.

Hace días, con ocasión de las fiestas navideñas en España, me propuse enseñarle la vida en el campo. La llevé a un establo del pueblo, vio vacas de cerca, y observó cómo las ordeñaban. Al día siguiente, comprobó como era el auténtico sabor de la leche.

Fue una grata sorpresa para ella y mucho más cuando pudo darle biberón a una ternera de tan sólo 10 días. Su cara era un reflejo de felicidad al encontrarse en un medio natural que casi le era ajeno.

Había estado en jardines, lagos, ríos, playas y montañas e incluso había disfrutado viendo mis gallinas corriendo tras de mí y relamiéndose con los ricos huevos camperos que producían, pero le faltaba la experiencia con las vacas.

Superada con ilusión esta prueba, hoy me ha ayudado a recolectar los kiwis y las mandarinas del jardín, que se llevarán en el coche a Suiza.

Cuando esté allá y juegue con lo que le han dejado los Reyes Magos en España; cuando saboree un vaso de leche o coma los kiwis del jardín de su abuelo, recordará que hay vida más allá de la ciudad y los abrazos y besos de sus seres queridos de donde es ella, aunque haya nacido en tierras extrañas a las que también considera suyas.

















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