domingo, 1 de enero de 2017

Los pollos del infierno

El primer día del 17 es luminoso y frío. Aún descanso tras la alegre despedida del 16 y los nietos no han hacen el ruido de la vida.

Pronto oiré el concierto de año nuevo emitido desde Viena. Estas fiestas serían extrañas sin sus polkas y sin el canto de la lotería de los niños de San Idelfonso.

Ahíto por los excesos de la cena, viene a mi memoria una fallida comida de un lejano día.

Venían a casa la novia de un hijo y sus padres, con el fin de estrechar las relaciones que desembocarían en la alianza filial de ambas familias.

Compré dos pollos camperos, de esos que tienen la carne roja y densa y saben a pollo por la gloria de mi madre. Adorné sus extremidades con papel de plata y los coloqué en un recipiente de barro.

Prendí la leña en el horno de barrio refractario, generosamente, incautamente, desgraciadamente.

Todo era perfecto. La jornada debía ser alegre, sabrosa y hermosa.

Poco a poco, la leña se hizo ascuas, apagándose las llamas. Marginé los rescoldos y comprobé que aquel vientre de barro tenía la temperatura del infierno para luego disfrutar del sabor del paraíso.

Estaba solo ante mi gran momento culinario. Una hora más tarde, todos disfrutaríamos la sabrosa proteína regada con un buen vino, entre sonrisas, cariños y alegrías de futuro.

La bandeja de barro tenía un baño de aceite de oliva, un lecho de patatas, cebolla y mucha ilusión.

La introduje en la panza del infierno y cerré la puerta. Solo quedaba esperar. Una sabia combinación de tiempo y calor, pondría los pollos a punto para el festín.

Poco después, abrí la puerta para satisfacer mi curiosidad, comprobar la buena marcha del proceso y regodearme en mi autoestima personal.

La piel estaba demasiado dorada, el aceite crepitaba y percibí un excelente aroma.

Primero sonreí. Luego me sorprendí al ver que los pollos levantaban las patas y parecían crecer de tamaño. Finalmente, pasé de la estupefacción al abatimiento.

Los pollos crecieron aún más, sus patas siguieron elevándose como si hicieran un saludo hitleriano y sobrevino la catástrofe.

Un pollo explotó y el otro, envidioso del primero, siguió su camino. Los restos de carne se pegaron por la bóveda del horno y algunos trozos, se adhirieron a mi ropa.

Limpié de grasa, carne y patas mis gafas, me lavé y me cambié de ropa. Conduje mi coche a Santander y compré tres pollos asados en un horno existente en Cuatro Caminos.

Puse los nuevos pollos en otra fuente y tras varios perdones y numerosas risas de cómplice comprensión y nervioso pitorreo fueron desapareciendo en nuestros estómagos.

A pesar de todo, fue una buena velada. El motivo de la reunión no eran los pollos sino los sentimientos compartidos.

Mi fallo fue querer hacer las cosas bien, pasándome de leña y por lo tanto de calor.

El noviazgo continuó hasta que un día, cuya fecha no recuerdo, el amor se extinguió y se terminó la relación. No fue una explosión como le sucedió a los pollos por exceso de calor, sino el enfriamiento sentimental.

Pasaron los años, mi hijo se casó con una gran mujer y me dieron dos hermosos nietos. Carla y Lucas, están hoy en casa con sus padres colmándome de felicidad.

Precisamente, les oigo trotar por el pasillo y comprendo que se ha acabado el sosiego.

Comienza un nuevo año, con un abuelo que mengua y unos nietos que crecen. Dos acá y dos allá; cuatro por el momento.

Feliz año 2017 a todos mis lectores. Gracias por compartir mis pensamientos. Cuidaros mucho, porque no quiero perder mis lectores y recordad que la vida, debe vivirse con moderación y alegría. No vaya a ser que en un exceso de perfeccionismo, pongáis todo el "asador en la carne" y exploten vuestros proyectos, como les pasó a mis difuntos pollos camperos, que en gloria estén.

Al empezar este año, mando un saludo a mi lectores y un beso muy fuerte a todas mis lectoras, por las que confieso mi especial devoción.





















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