martes, 13 de diciembre de 2016

Martes y trece

Hace 27 años, en un día de perros, el fuerte vendaval reinante, abatía árboles, arrancaba tejas de las casas y destruía mobiliario urbano de Santander. Mientras eso ocurría, venía con dolor de madre, mi tercer y último hijo, Alejandro.

Hace unos días, recién llegado de un largo viaje africano, deshice la mochila, olvidé la aventura y me entregué a la paz y al sosiego de mi tierra pequeña, la de la querencia, en la que uno pace la hierba del cariño de familiares y los amigos.

Un martes y trece, lejos de crearme inquietud por la mala suerte, me genera simpatía.

Hoy, el cielo estaba azul y limpio. Tan sólo unos pequeños cirros llenaban de vapor el firmamento. Me levanté con optimismo y acudí al urólogo. Debía pasar un rutinario control de próstata, algo a lo que todos los varones, llegada cierta edad, deben someterse para prevenir la enfermedad innombrable.

Superado el trance del "dedo violante", marché a pasear mi colesterol al borde de la bahía. Llevaba mi negra compañera colgada del cuello, dispuesta a guiñar al paisaje para dar satisfacción a mi actividad creativa.

Fugado el verano, desaparecida la larga semana de puentes laborales, la ciudad se encontró a sí misma, con la paz y el intimismo de los santanderinos de toda la vida (STV).

El agua de la bahía estaba quieta y hermosa. Reflejaba los oros del sol, y calentaba lo suficiente, para templar el frío de diciembre.

Los ortodoncias estaban en la escuela, los corbatas en el trabajo y los bastones, en la calle, luciendo calvas, canas y artritis. Algunos abuelos paseaban lactantes de tercera generación al sol de la alegría.  

Las embarcaciones de Puerto Chico, parecían clavar sus mástiles en el cielo. La enorme bandera de su plaza, pedía el beso del viento, para ondear orgullosa los colores de la patria, cuando su soberanía se pone en cuestión por los de siempre.

El monumento a los raqueros, teñía de nostalgia y encanto el muelle. Más allá, el pequeño y precioso palacete del Embarcadero, me recordaba la historia de viejos veleros, transportando sueños, lágrimas e incertidumbres de quienes emigraban a México y a Cuba o trayendo la emoción del retorno a las raíces y del reencuentro,

Por la Avenida de Reina Victoria,  los reflejos parecían ornar de oro solar las aguas del puntal. Al fondo, Peña Cabarga miraba la ciudad, escondida en la bruma del paisaje.

La marea baja mostraba un Sardinero inmenso, de fina y dorada arena, presta al embate del invierno, ajeno a los calores y los turistas del verano.

Me dolió ver de paseo a uno de los insignes médicos arrancados de Valdecilla por el exceso de calendario. Una decisión injusta y errónea, que ha cercenado su libertad laboral y hurtado a la población de la ciencia y experiencia de quienes tanto han dado a los demás.

Vi a lo lejos el paseo de Mataleñas, también llamado paseo de los enamorados y recordé una vieja canción de Emilio el Moro, cuando entonaba aquello de ... se mueven los maizales, pronto aumentará la parroquia.

Retorné a casa, alimenté la caldera de mi estómago, vi en la televisión las provocaciones de quienes quieren romper España y me dispuse a escribir este artículo.















 

 






 








                                                                                                                 


















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