domingo, 3 de julio de 2016

Ensueños de amor 4. Pasión en el Sahara

Viajaba de noche por las pistas del desierto. El sol era temible para recorrer el Sahara. Se guiaba por las estrellas y las viejas rodadas de otros vehículos. Pero aquella noche, el viento cubría las huellas y la arena del desierto impedía ver el firmamento.

Rodaba en grandes círculos, buscando una señal de vida, pero un accidente inutilizó el motor del vehículo. La arena se estrellaba fuertemente contra la luna del todo terreno y la estaba esmerilando. Untó los cristales con grasa sólida para protegerlos y esperó el cese de la tormenta.

Cuando cesó la tempestad, comprobó con horror la gravedad de la avería. Por suerte le encontraron unos hasaníes que viajaban en una caravana de dromedarios desde Argelia, hasta Bir Mogrein, Mauritania, a través de las dunas de El Hank.

Desconfiaban de aquel infiel, pero dado el peligro de muerte que corría, le incorporaron a la comitiva.

Hawa, la hermana del jefe de la expedición no cesaba de llorar. Mocktar, su marido había muerto por la mordedura de una víbora cornuda unos días antes. Apenas llevaba un año de matrimonio impuesto por su familia y ya estaba viuda.

Era muy hermosa y tenía ojos de fuego. Su mirada reflejaba una mujer temperamental y apasionada. Cuando vio a Miguel, el joven español perdido en el desierto, creyó ver en él una cómplice mirada.

Al atardecer acamparon en un oasis, donde las caravanas se avituallaban de lo necesario e intercambiaban sus mercancías.

 Hawa subió a una palmera y recogió unos "dedos del sol", ordeñó una dromedaria, entró en la jaima de Miguel y le ofreció leche y dátiles, en señal de  bienvenida.

Éste pasó de la sorpresa a la curiosidad y finalmente a la pasión. Se sentía atraído por aquella viuda, que estaba cerca de él cuando cayó la noche. El cielo vestía un manto de estrellas y el ambiente era mágico. Hawa le ofreció un té moruno y lo aceptó.

Observó cautivado el rito del té, sin dejar de mirar a aquella hija de la arena. Lo bebieron a pequeños sorbos, mirándose a los ojos y observando a su vez las estrellas. Ella le habló en hasanía señalando el firmamento para que no se perdiese en el desierto, pero Miguel no entendía su idioma y sólo quería perderse en los brazos de Hawa.

Ella comprendió su intención, pero no se turbó, pues también lo ansiaba. Se quitó lentamente la ropa sosteniéndole mirada y se tumbó sobre la alfombra de la tienda tendiéndole la mano.

Su actitud encendió a Miguel y se desnudó con avidez.  Reconoció en sus oscuros párpados la influencia mora de las mujeres españolas y le besó los ojos. Recorrió con sus dedos el perfil de su nariz y se detuvo en los labios; la atrajo hacia sí y la besó largamente. Fue un beso mágico con sabor a hierbabuena.

Rozó luego su mentón y se detuvo en el cuello. Acarició sus recios y gráciles hombros y ésta le tocó la cara con delicadeza. Miguel acarició las dunas de sus pechos y Hawa cerró los ojos abandonándose al placer.

Su respiración era cada vez más intensa. Le acarició las caderas y la atrajo hacia sí.

Dos corazones de diferente credo, palpitaban frenéticamente. Ambos bombeaban la sangre de pasión al unísono. Cabalgaron el placer bajo una miríada de estrellas, entrelazando sus dedos en el éxtasis final. Luego, permanecieron inmóviles, piel contra piel, mirándose fijamente y sonriéndose con ternura.

Se vistió antes de que huyera la noche. Ella dibujó una media luna en su cuerpo y él una cruz en la arena. Su amor de noche había sido una pasión prohibida y peligrosa.

Se fue sin mediar palabra y se perdió en la oscuridad. Miguel sintió frío y durmió hasta los primeros rayos de sol.

Vio partir la caravana. Hawa acompasaba sus movimientos al andar del dromedario y se fue perdiendo en la lejanía. Él guardó para siempre en su corazón los recuerdos de una tórrida noche.

Nunca supo que de la magia de aquella unión de dos mundos diferentes, surgió Lalla, una hermosa hija del desierto, cuyo padre murió por la mordedura de una serpiente.


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