domingo, 4 de junio de 2017

Etiopía 9. Volcán Erta Ale

El volcán Erta Ale, "montaña  que humea", en lengua Afar, está situado en una región desértica y de difícil acceso. 

Se trata de un volcán en escudo basáltico localizado en el Cuerno de África, en la depresión de Afar, en el nordeste de Etiopía y en concreto, en el desierto del Danakil.

Tiene tan sólo una elevación de 613 m, pero su base arranca en la depresión del valle del Rift, a 150 m bajo el nivel del mar.

Es famoso por su lago de lava persistente. Tiene un diámetro de 40 km en su gran base y su cumbre está truncada por una caldera de 1700 x 600 metros, que contiene grandes coladeros y varios cráteres.

Los habitantes de la zona, consideran que viven en él espíritus malignos y la verdad es que su paisaje se presta a todo tipo de temores.

El 4 de enero de 2012, se produjo un ataque terrorista, contra los turistas y científicos que se encontraban en su cumbre. Varios de ellos, fueron asesinados.

El 26 de enero de este año, hubo una fuerte explosión con salida de lava, que arrasó el campamento cercano al cráter. 

Así pues, el cráter es geológicamente activo y políticamente inestable, dada su proximidad a la frontera de Eritrea, país con quien Etiopía mantiene litigios fronterizos, tras la guerra de secesión de Eritrea.

Subir al cráter del volcán, es a todas luces apasionante, pero hay un riesgo cierto por la inestabilidad del terreno, las eventuales explosiones de lava, las continuas y asfixiantes emisiones de dióxido de azufre.

Por todo ello, hay que extremar las precauciones y además, subir escoltado por el ejército.

Sabía que el ascenso era complicado y peligroso, pero me quedé corto en la apreciación de los riesgos a correr.

Fuera de lo habitual, la expedición contaba con 9 vehículos todo terreno, a razón de 4 ocupantes en cada uno de ellos. Ello suponía una multitud, nada recomendable en una delicada experiencia como esta.

Los expedicionarios éramos de varias nacionalidades: japoneses, americanos, daneses, una portuguesa, una francesa, una australiana, una china y tres españoles. La media de edad, no llegaba a los 35 años, doblando yo esa cifra, siendo el segundo más mayor, 20 años más joven que yo.

Era consciente de que mi corazón y mis piernas, no podrían seguir fácilmente los dictados de mis sueños. Por solidaridad con mis compañeros de expedición, notoriamente más jóvenes que yo, tuve la precaución de contratar un transporte en dromedario para acceder al cráter.

Salimos hacia el volcán a las 4 de la tarde. Teníamos por delante un largo y accidentado viaje de 4 horas por dunas de arena y montículos de lava solidificada. A veces, parecía que se nos descolgaban las vísceras con los baches y otras,sentíamos el natural cosquilleo cuando los vehículos quedaban con las cuatro ruedas suspendidas momentáneamente en el aire.

Hicimos una parada para enfrentarnos a la temperatura exterior. El termómetro marcaba 48ºC, pero el fuerte viento reinante, produjo un efecto térmico muy superior. Más que agobiante, la sensación era casi aterradora. Mi mucosa bucal estaba absolutamente seca y no podía seguir así.

Durante el recorrido, vimos algún afar andando despreocupadamente delante de su dromedario. Venía de ninguna parte y se dirigía a ninguna parte, en la mitad de la nada. 

Finalmente, llegamos a un campamento militar, formado por unos 50 efectivos, que vivían en cabañas de piedra cubiertas por ramas.  

Cenamos en el lugar, para atacar la cumbre a la caída del sol, para evitar la cruel temperatura. Monté en el dromedario y esperé el latigazo corporal que supone la puesta en pié del animal. Mi cabeza se encontró entonces a 3 m de altura y me sentía como un grumete en el palo mayor de un barco de vela en mar agitada.

El camellero portaba mi linterna frontal y tiraba del animal, que le seguía a unos 4 m de distancia. La penumbra hizo que al menos en 10 ocasiones, el dromedario tropezara con salientes de lava o pisara en una rendija del terreno. Trastabillaba entonces, en busca del equilibrio perdido, mientras sentía que la mar agitada era ya la tormenta perfecta.

Una vez, descendimos una fuerte rampa de lava de unos 10 m con una inclinación de unos 45 º. Estaba acostumbrado a ello sobre la montura de un caballo, pero el "efecto joroba" me hizo temer lo peor.

Compartí con mis amigos de infancia, muchas horas de montura en caballo, burro y hasta toros hereford de suelto pellejo. Mi vida ha estado jalonada de numerosas caídas de caballo. Sé lo que es saltar un alambrado al caerme de mi recordado caballo Bandolero, y ver el otro lado de una alta tapia al "descender" involuntaria y repetidas veces, de un caballo llamado El Pello; ello sin olvidar mi última caída del Colibrí, un semental pura sangre árabe, que a mis 55 años, me hizo sentir la mullida tierra de un picadero de Cantabria.

Pero ya a mis casi 70 años, rodeado de rocas, no era ni momento ni lugar para poner a prueba mis huesos. 

Hice cumbre tras otras 4 horas de viaje. Era media noche. Los estallidos de lava resaltaban como un fuego artificial en la negritud del cielo, pero las emociones no habían hecho más que empezar.

Seguimos al guía, quien provisto de un largo y grueso palo, tanteaba la estabilidad del terreno. Tras la erupción de enero, estaba cubierto de una especie de galletas de lava porosa que se quebraban con las pisadas. Era preciso pisar exactamente en la huella del precedente, para evitar accidentes.

Aún así, una danesa se hundió hasta la rodilla en una lava, haciéndose numerosos cortes. Paré sus hemorragias con el pequeño botiquín de mi mochila y continuamos camino hacia el borde del cráter.

El espectáculo era dantesco. Un río de lava circulaba a gran velocidad entre la inmensidad del magma de la caldera. Periódicamente, salían fumarolas de dióxido de azufre, impidiendo nuestra respiración. Afortunadamente, el viento cambiante nos permitía respirar al cabo de unos segundos. En caso contrario, habríamos encontrado allí la muerte.

La numerosa expedición, se asomó al borde de la boca del infierno. Era una locura. La lava había derretido y socavado parte de la pared y estábamos en una visera de consistencia desconocida. Me retiré de la primera línea. No demasiado, pues sin la presencia del guía, no podía adentrarme por placas de lava de fácil fractura.

Tuve tiempo no obstante, para sacarme una foto junto al borde, aunque mi cara, no mostraba mi mejor aspecto.

Dormí desde las 2 a las 4 de la madrugada, sobre una fina colchoneta, a cielo raso. Antes de amanecer, emprendimos camino del campamento base, para evitar las altas temperaturas del día.

Nuevamente sobre el dromedario, con una bandera de España, descendiendo lenta y cansinamente. A medio camino, harto ya de tanta joroba, bajé a tierra y emprendí la marcha pletórico de fuerzas y ganas de llegar.

El jefe militar del destacamento, no me quitaba ojo. Me había quitado dos bolsas con muestras de arena y me había visto tomar notas en mi cuaderno de viaje. además, tenía un dispositivo de demanda de auxilio vía satélite, cuyas luces intermitentes llamaron su atención. Creyó que era un un experto buscando minerales raros para una empresa extranjera.

Descendimos otras 4 horas en todo terreno, hasta llegar a una inmensa llanura. Nuestra experiencia volcánica, había llegado a su fin






























































  








































































































































































































































































































1 comentario: