miércoles, 28 de junio de 2017

La alegría de la huerta

Paz interior. Sentado junto a mis groselleros, recogiendo la cosecha; los frutos rojos para mis desayunos de invierno. Me relamo, pensando los estallidos de acidez en mi boca, en las frías mañanas de cielo cubierto. Ahora, simplemente, hago de hormiga, que no de cigarra.

Las campanas tañen, llenando el cielo de cristiana alegría, mientras llaman a misa; los musulmanes, celebran el fin del Ramadán; los jilgueros pasean sus colorines por el jardín y se suman con su canto al jolgorio de las campanas y una urraca, busca comida por doquier, presta a robar huevos y polluelos de los nidos ajenos.

Las ranas del estanque, libres de la amenaza de las culebra, participan igualmente en el coro de la naturaleza. Mientras, una plaga de gusanos, termina de esquilmar mi gran cosecha de cerezas.

Siempre he comentado, en tono jocoso, que mi jardín soporta varias plagas: gusanos, caracoles, babosas, pájaros, chinches de campo, pulgones, hongos y cuñadas.

Solo esta última, es la única que me causa placer sufrirla. De hecho, cuando planto lechugas o cuido los árboles frutales, pienso en la ilusión de ver sus gestos de alegría cuando les lleno una bolsa de cariño para sus platos.

Verlas mirar las lechugas, como la araña mira la mosca meditando el crimen, es una satisfacción personal, llena de amor y alegría. De hecho, siempre planto más de lo necesario, considerando el tributo a pagar a la Naturaleza y las sonrisas con ojillos alegres de mis hermanas de corazón.

Hace 3 años, los mirlos me robaron la cosecha en una sola noche. Este año, han sido los gusanos de la mosca de la fruta y lo que pase en el futuro aún no está escrito. Solo sé que es una batalla constante en la que las plagas siempre sacan tajada.

Mis palabras han dormido varios días en el ordenador. Mientras, me he ocupado de vivir y de cuadricular mi futuro. No es fácil, porque es muy difícil escribir en las nubes y el mundo siempre reserva sorpresas, que hacen todo imprevisible y quizás por ello, más hermoso.

Hace años, vi cómo una avioneta escribía en el cielo de Nueva Jersey con el humo de sus motores, el nombre de una mujer y un corazón. Muchas veces, he sido yo, quien ha escrito nombres y sentimientos, en la marea baja de la playa, para que el agua se los llevara.

El viento y la espuma del mar, se llevaron a lo etéreo los mejores sentimientos de mi vida, por lo que he aprendido que hay que tener un plan de vida, pero hay que vivir cada momento, porque podemos medir el tiempo, pero no podemos pararlo.

Hoy, cuando ya es verano, trabaja nuevamente el viento. No es una suave brisa; es una sinfonía que hace bailar desenfrenadamente los árboles. Se agitan sin parar, entregando ramas secas, que se quiebran y caen; también parte de su verde ramaje, sin que sus hojas en verde clorofila, puedan rendirse en oro viejo o sangre roja, al otoño.

Las hojas caídas, me recuerdan las personas que retornan a la tierra antes de vivir su calendario esperado. Son pequeñas tristezas verdes, que mueren a destiempo porque el destino así lo ha querido.

Dicen los árabes, que "no se debe hablar, si las palabras no son más bellas que el silencio".

Pero me atrevo a escribirlas, en la esperanza de que mi alma inundada por el amor por lo cotidiano y la ternura de los buenos sentimientos, me permitan encadenar letras con mensajes cálidos y hermosos.

Mientras mi jardín baila, mi corazón se estremece por el don de la vida. El día parece triste, pero aún así, es hermoso y siento "la alegría de la huerta"

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