jueves, 15 de junio de 2017

Un pez en la ventana

A los seres humanos nos gusta disfrutar de la belleza, ya sea de la fauna, la flora, la arquitectura o las artes plásticas. Desde luego, admiramos la belleza de los seres humanos y en la mayoría de los casos, nos aseamos y nos arreglamos para nosotros mismos y para los demás.

Prestamos especial atención a nuestro hogar, incluido el jardín, en el caso de tener esa fortuna. Tendemos a embellecer nuestra "torre de marfil", en la que nos recogemos en busca de nuestra querencia y seguridad.

Pero no todos tenemos la misma idea de la belleza. Hay quien prefiere las líneas clásicas o avanzadas; recargadas o minimalistas, etc. Luego está el sentido común, lo ridículo y el disparate.

En cuanto al jardín se refiere, me encantan los diseños equilibrados y poco recargados pues el exceso de vegetación, rompe las líneas suaves e impide el realce de los elementos principales del paisaje.

Alturas, portes, colores, siluetas, aromas, floraciones encadenadas, ..., todo debe ser armónico y hermoso.

Hay sin embargo, quien piensa que cuanto más mejor y hacen de un solar. una selva descontrolada. En muchos casos, un fiel reflejo de su aspecto personal. A veces, los adornos les asemeja más a un árbol de Navidad y sus rostros, colmados de pinturas, se acercan peligrosamente a la cara de un mandril luciendo sus colores de disponibliidad sexual.

 Recientemente, he visitado un jardín mediterráneo de una comunidad de vecinos alicantina.

Lamentablemente, he visto demasiados jardines con enanos, cigüeñas, flamencos, burros con albardas, molinos de viento, Venus de Milo, carros falsos, pozos ficticios y otros objetos de dudoso gusto.

Reconozco que en cuestión de estética, puedo ser intransigente y lapidario. Debería ser más respetuoso y tolerante con los gustos ajenos. Así por ejemplo, debería aceptar la presencia de un simpático gnomo en un rincón del jardín.

Suspiré, cuando vi decenas de enanos por todo el jardín y resoplé al presenciar una dama con sombrero en brillante cerámica, un buda y un moisés. Y qué decir, cuando oteé una horrenda tortuga, digna de aparecer en un sombrero de las carreras de caballos de Ascot.

Me chirriaron los párpados ante un estanque decorado con un ánfora y unos nenúfares de plástico sólo soportables con gafas de sol.

Finalmente, sorprendido y ojiplático, vi un pescaito en una ventana. Aquello superó mi umbral de tolerancia y me pregunté, con los ojos cerrados, en un acto de legítima defensa, ¿qué privilegiada mente había diseñado aquél esperpento?  


  













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