lunes, 5 de octubre de 2015

Norteamérica. Capítulo segundo: La boda

Rompí la paz del momento, para el bullir de la mañana. En el suelo, las maletas estaban abiertas como enormes mejillones, con ropa de la boda y de batalla, para pisar por la neoyorquina selva de asfalto.

Me esperan días de emociones, museos, grandes paseos, rascacielos y agotamiento

Me encuentro en Carbondale, una pequeña población de montaña en Pensylvania.

Ayer tarde asistí a una cena informal, tras el ensayo de la ceremonia.

Hacia frío ambiental pero disfruté del calor de la familia . La cena estuvo bien, era un tanto alejada de la cultura gastronómica europea. Me llamó la atención un plato se pollo frito con miel sobre una base dulce de goffre.

Había cadenetas de luces dando un tono festivo al granero donde se celebrara la comida.

Conocí a Matina, una preciosa joven de origen chino, casada recientemente con un sobrino. Mantuve también, una interesante conversación con una australiana de Sydney casada con un norteamericano.

Es la globalización que arraiga en cualquier rincón del planeta.

Son las 5 de la madrugada, pero mi organismo “vive aún las horas de España.

LA BODA AMERICANA

Las nubes “aguaron”la fiesta y se suspendió la ceremonia a “cielo valiente” junto a un hermoso lago, con rústicos asientos de heno y tablas, decorados con manzanas, frente al otoño.

La celebración tuvo lugar en el granero de un antiguo rancho americano.

John y Ashley, serían marido y mujer para compartir el pan de la vida, que es el verdadero significado del término “compañero”

Allí estábamos familiares y amigos, para ser “testigos de alegría” de una nueva vida de pan en común.

Los novios ¨habían trabajado su gran día¨, durante un año de ilusión, haciendo cada uno de los adornos del evento, los trajes de los acompañantes principales y un sinfín de detalles, que sólo se justificaría por un gran proyecto de vida.

Nos transportaron al rancho en sendos autobuses escolares, de esos amarillos que se ven en las películas americanas y recordé el film Forrest Gam.

La ruta ofrecía un paisaje de casas de campesinos entre bosques otoñales de rojos, ocres y amarillos momentos.

Casi todas lucían orgullosas una bandera de barras y estrellas.

Como en viajes anteriores, sentí admiración por el patriotismo de esta gran nación y tristeza por los ultrajes que sufren la enseña e himno nacionales en España.

A la llegada, los invitados iban dejando sus regalos nupciales junto a un barril, una especie de gran hucha, donde introducían sobres con su ofrenda, quienes no habían comprado un presente.

La boda se inició con la entrada de los pajes, las damas y los caballeros de honor. El novio esperaba ante un exiguo altar, la llegada de su amada.

A continuación, entraron los abuelos y los padres de los contrayentes y finalmente, la novia.

Fue una ceremonia muy corta, sencilla y emotiva que término con la salida del nuevo matrimonio seguido por su perro.

La fiesta se inició en puro estilo yanqui, incluida la presentación en pista con música ad hoc, de los principales actores, como si fuera una película.

Destaco del menú el filete de carne de bisonte, por lo novedoso y atrayente para mi.

Horas antes, se me había encogido el corazón. Habíamos visitado a un familiar en una residencia de ancianos, de esas del “penúltimo día”, antes de elevar al cielo definitivo, un nerudiano “ Padre, confieso que he vivido”

Debía mover la alegría, liberando tensiones, soltando prejuicios e inhibiendo frenos de anquilosada sociedad. Es una de las características de este pueblo, que vive sin complejos su libertad.

Poco a poco, entré en el trance de la música y puesto a la diversión, demostré que un europeo latino, no se quedaba atrás en un ambiente american country.

Bailé, soltando al aire la melena de mi calva, unas veces, en jeta de mafioso siciliano y otra haciendo el indio, para terminar abriendo una conga en mexican style.

Llegado el momento, la novia se ató un pañuelo en la cabeza para seguir una vieja tradición. La gente bailaba unos compases con ella y para aportar dinero y ayudarles en el viaje de novios.

Vencido por el jetlag y por la gimnasia bailonga, arrastré mi encorbatado peso hasta el amarillo bus, donde dormí el trayecto de la noche. La cama me pareció un paraíso. Eran las 12 horas de la noche americana y las 6 de la mañana de mi cuerpo europeo.



















































































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