miércoles, 13 de mayo de 2015

Un niño en Sevilla

Erase un niño, que se había criado encima del Mercado de Entradores en Sevilla. Era feliz. Había crecido al amor de una familia tradicional española, y le habían permitido tener mascotas en casa.

Ese niño, era yo.

Recuerdo al ranero, que iba vendiendo ranas por las casas, a las que amputaba las ancas en vivo y en directo, ante mi horror infantil; al vendedor de tortas de aceite y al huevero, con su canasto de mimbre con dos tapas.

Mi madre fabricaba jabón casero, con sebo y sosa cáustica y también preparaba chocolate, para todo el año.

En 1956, cuando ya tenía 9 años, mis padres se trasladaron a una nueva zona de la ciudad, que luego se transformaría, en el populoso barrio de los Remedios.

La mudanza se hizo en un gran carromato gris, tirado por 6 mulas, yendo yo en el pescante, en cierta manera, como en los carromatos del legendario oeste americano.

Eran tiempos en blanco y negro, aún sin televisión, las neveras eran de hielo y las familias más afortunadas, tenían lavadoras eléctricas de carga superior.

Antes de ir a jugar, debía cumplir mis obligaciones: desayunar tostadas con aceite, esponjar el colchón de lana, asearme con el jabón verde lagarto y acompañar a mi madre al mercado de abastos. La tarea no siempre era fácil, pues transportar a pié, durante un kilómetro un melón en brazos, era una hazaña

Ya en la calle y armado con mis juguetes, me afanaba en la búsqueda de la felicidad.

Una pelota de goma, canicas, una peonza y un tirachinos, eran mis artículos de juego infantil.

Ya era popular en aquella época, Antoñito Procesiones, que gozaba del cariño y la protección de todo Sevilla.

Se le recuerda, por apuntarse a todos los eventos donde había bebida y condumio, ya fuera boda o bautizo y seguir a todas las procesiones de la ciudad. Una vez, se levantó del asiento durante una conferencia en el Ateneo, fue a la tribuna del orador, se sirvió de la jarra un vaso de agua, se la echó al gaznate y tras suspirar profundamente, dijo: ¡Estaba sequito! Naturalmente, la anécdota corrió por toda la ciudad.

De cuándo en vez, se oían cantos de gentes que se ganaban la vida:

¡Mantilloooó, pa las macetas!
¡Colchones viejos, muebles viejos, se compran! 
¡El afilaooooooor!
¡Hieeeelo!

El último grito, desencadenaba la actividad del barrio.
Había llegado Pepe, con su carro isotermo de madera, cargado de hielo, tirado por dos mulas.

Las madres pedían un tercio de barra y Pepe la partía con un pincho..

Los niños nos empujábamos para conseguir un trocito de hielo caído en el suelo. A veces, debíamos recogerlo junto a las inorportunas cagarrutas de las mulas y derretirlo superficialmente, como única medida de higiene.

Más tarde, llegaría el panadero, quien pondría el pan en bolsas de tela, que las mujeres bajaban con una cuerda desde el balcón, en la que previamente, habían metido las monedas. La comunicación se hacía a pulmón, ¡faltaría más!

Yo tenía tareas adicionales en casa: quitar las piedras a las lentejas, cortar las aceitunas, para aliñarlas, atar los melones, para colgarlos, sostener las madejas de lana, para que mi madre hiciera los ovillos y sobre todo, portarme bien, punto este harto complicado.

Cada día de la semana, tenía su menú. Así se sucedían, las lentejas, las habichuelas, los garbanzos, la paella de los jueves, etc.

Tras la obligada siesta, volvíamos a jugar.

La calle era de los niños del barrio y jugábamos además, a piola, la lima, al pañuelo y a perseguir lagartijas, grillos y toda fauna viviente.

Subíamos a por la merienda, que podía consistir en un pan con chocolate o una rebanada de pan con manteca colorá, con chicharrones.

Las tardes noches, íbamos a la Granja Marisanch, que era el bar de una tal María Sanchez, donde los vecinos del barrio, por fin podíamos ver la televisión.

En Navidades, tras comer las 12 uvas, los vecinos subíamos y bajábamos a visitarnos entre nosotros y compartíamos un trozo de turrón, un guirlache, unas peladillas o unos mazapanes.

En la primavera, los niños hacíamos las procesiones de mayo, en una diminuta emulación, de los pasos de Semana Santa.

Cuando era verano, los vecinos bajaban sus sillas a la calle, hacían corro, donde se comadreaba y se compadreaba, en una comunicación directa, sin interrupciones electrónicas como ahora ocurre.

A veces, íbamos al cine de verano, que tenía intermedio, momento que aprovechábamos, para comprar el postre: media docena de higos chumbos.

La alegría era completa, cuando oía a los vecinos dar zapatillazos a los grillos que les había metido previamente por las rendijas de las puertas.

Fui parte de una Sevilla que se nos fue. ¡Qué tiempo tan feliz!

















No hay comentarios:

Publicar un comentario